Ken y unas palabras surrealistas

-¡Bernard! ¡Ber! ¿Qué ha pasado? -Ken olvidó la situación de su amigo y lo zarandeó con fuerza.
-Kinn... -pudo pronunciar, algo malherido-. Kinn... por amor de Dios, Kinn.
-Bernard. Tenemos que llamar a una ambulancia -Ken sacó su móvil, que se quejaba con suaves vibraciones intermitentes de la poca batería restante.
Bernard lo paró con la mano derecha. Cerró la tapa de su teléfono y lo miró, melancólico.
-No. Kinneon, no quiero una ambulancia.
Ken le miró a los ojos. Aquellos ojos ojerosos que le habían visto en tantas situaciones. Que habían llorado y reído ante él. Aquellos ojos marrones, no demasiado espléndidos. Aquellos ojos grandes y saltones, que casi parecían salir de sus cuencas. Aquellos ojos ahora lo miraban suplicantes; rojos y empapados de sangre.
El teléfono sonó al otro lado, pero nadie contestó. Saltó un contestador y la batería se acabó.
-¡Mierda!
-Kinn. La chica se ha bajado en Chinatown -Bernard se sujeta la cabeza, como si esta fuera a caerse de un momento a otro de su cuello.
-¿Cómo?
-Kinn. Prométeme que irás a buscarla. Tu hermano está en Shao's, en aquel barrio.
-¿Shao's?
-Sí -parecía impaciente por terminar-. Es una fábrica ilegal. Adidas compra deportivas a precios bajos y, de vez en cuando, trabajamos con mafias.
A Ken le comenzaba a dar asco la situación. Para empezar, las heridas de su camarada comenzaban a oler de una forma pestilente, y aquellas revelaciones... Seguramente Felix se lo estuviera pasando de muerte. Eran muy diferentes. Cuando eran pequeños y María los cuidaba, él siempre se quedaba en casa; alejado de aquellos barrios y su gente. A su hermano, por el contrario, le encantaba el ambiente chino. Los fuegos artificiales y los petardos. Los dragones de interminables cuellos y caras sonrientes. Todo aquello, tan pobre y, sin embargo, feliz. Por eso lo habían llamado así. Felix. Kinneon; un niño pijo del Upper East Side. Un Ken entre Barbies tetudas y melenas tintadas. Y entonces recordó que Bernard estaba hablándole, con su mal aliento y sus heridas ensangrentadas. hablándole sobre sus negocios ilegales como si de un jugoso cotilleo se tratara. Como hablar de la cosa más normal del mundo.

-Así que ahí es donde trabaja mi hermano.
-No -sus párpados se habían comenzado a caer sobre los ojos-. ¡Por Dios, Kinn! ¿Cómo puedes ser tan estúpido?
-¡No me grites! ¡Bernard! ¡Acabo de despertarme junto a una tía desconocida a la que ahora se supone que tengo que ir a buscar a Chinatown, donde mi hermano ha despertado por primera vez! ¡Hace cinco minutos saliste de tu coche en llamas, tras dar una vuelta de campana! ¿Es que tu mayor prioridad es esa chica?
Bernard cerró definitivamente los ojos.
-Sí. Kinn, prométeme que la irás a buscar.
-Ber... Oye, perdóname. Mira, voy a intentar asimilarlo todo. Te llevaré a un lugar donde curarte. Parece que tan sólo tienes un esguince...
-Un esguince muy grande, ¿no? -dijo irónico.
-Sí -Ken sonrió.

***

Bernard estaba sobre la cama, todavía deshecha, sobre la que había despertado horas antes. Se había dormido después de unas cuantas emociones fuertes que había sufrido nada más ver el portal. "¡Ya lo entiendo!" -había dicho-. "¿Cómo no me pude dar cuenta?". Antes de dar una explicación, se durmió. Un poco más despierto, había relatado a Ken cómo aquel loft, en el que ahora se encontraban, había sido alguna vez su hogar. De como, una vez, había sido un joven sin sueños que había hecho negocio sucio en los barrios chinos de una ciudad. Y esto fue lo que le dijo, antes de que la sangre dejara de circular por su cuerpo: